miércoles, 14 de mayo de 2008

Limpieza de Sangre


En ese momento ocurrió un pequeño incidente, que refiero porque no supone ejemplo baladí del talante de
Diego Alatriste. Nos habíamos detenido un poco, fingiendo el capitán que se arreglaba algo en el cinto, para
ver de cerca el cerrojo de la puerta; y en ésas nos alcanzó gente que también salía de misa, un par de
pisaverdes que acompañaban a dos damas algo ordinarias pero hermosas. Uno de ellos, jubón de terciopelo
con mangas acuchilladas, todo lazos, cintas y toquilla con hilo de plata en el sombrero, tropezó conmigo y
me apartó luego con malos modos, llamándome bellaco. Un par de años más tarde, aquel desafuero le
hubiera costado al fulano, por muy galán que anduviese, una buena mojada en la ingle con la daga que yo
aún no cargaba encima por mis pocos años; aunque pronto, en Flandes, empezaría a llevarla como si tal cosa.
Pero en ese tiempo yo seguía siendo demasiado mozo, y las afrentas no tenía otra que comérmelas sin
aderezos y sin remedio, salvo que el capitán Alatriste decidiera ocuparse de mi honra. Ése fue el caso; y debo
decir que aquello dióme que discurrir sobre cómo, a pesar de sus modales a menudo hoscos y sus silencios,
el capitán me apreciaba de veras. Y si me lo disimulan vuestras mercedes, diré que algún motivo debía de
tener, pardiez, después de ciertos pistoletazos que yo había disparado por él poco tiempo atrás, en el portillo
de las Ánimas.
El caso es que, cuando oyó al lindo afrentarme con tan escasa política, el capitán volvióse despacio, muy
sereno, con aquella calma glacial que quienes lo conocían bien consideraban pregón de que eran
aconsejables tres pasos atrás y precaver la herreruza.
–Vive Dios, Íñigo –el capitán parecía dirigirse a mi, aunque miraba muy por lo fijo al caballero–, que sin
duda este gentilhombre te confunde con algún perillán que él conoce.
Yo no dije palabra alguna, pues resultaba evidente el caso. Por su parte, al sentirse interpelado, el pisaverde
se había detenido con sus acompañantes. Era de esos que utilizan la propia sombra a modo de espejo. El vive
Dios del capitán le había hecho apoyar una mano blanca, con grueso anillo de oro y brillantes, en la
guarnición de la espada; y el evidente repuntín del gentilhombre, tamborilear con los dedos sobre ésta. Su
mirada arrogante recorría de arriba abajo a Diego Alatriste, y debo decir que cuando terminó la inspección,
tras observar la espada con la cazoleta marcada de arañazos de acero, las cicatrices del rostro y los ojos fríos
bajo la ancha falda del sombrero, la firmeza de aquella mirada no era la misma que al comienzo.
–¿Y qué pasa –repuso aun así, desabrido– si no me confundo con nadie y ando cierto en lo que digo?
La respuesta había sonado firme, lo que decía algo en favor del caballero; aunque no se me escapó cierta
vacilación final, con una rápida ojeada del lindo a su acompañante y a las dos damas. En aquel tiempo, un hombre podía perfectamente hacerse matar por su reputación, y todo se disculpaba menos la cobardía y la
deshonra. A fin de cuentas, y en última instancia, el honor se suponía patrimonio exclusivo del hidalgo; y el
hidalgo, a diferencia del pechero que soportaba todos los tributos y cargas, ni trabajaba ni pagaba tasas a la
hacienda real. El famoso honor de las comedias de Lope, Tirso y Calderón, solía referirse a la tradición
caballeresca de otros siglos, y lo que en verdad menudeaban eran los pícaros y truhanes de toda laya. De
modo que, tras aquellas hipérboles del honor y la deshonra, lo que se disimulaba era el negocio, nada ligero
por cierto, de vivir sin dar golpe ni pagar impuestos.
Muy despacio, tomándose su tiempo, el capitán se pasó dos dedos por el bigote. Y luego, con la misma
mano, sin ostentación ni exagerar el gesto, desembarazó la capa dejando libres las empuñaduras de la espada
y la daga que llevaba detrás, al costado izquierdo.
–Pues pasa –dijo en voz muy mesurada– que tal vez vuestras mercedes encuentren a ese que estoy seguro
confunden con otro, si se vienen a dar un paseo a la puerta de la Vega.
La puerta de la Vega, que estaba cerca de allí, era uno de los lugares extramuros donde solían solventarse a
estocadas las querellas. Y además, el gesto de desembarazar sin más preámbulos toledana y vizcaína no pasó
inadvertido para nadie. Como tampoco el plural vuestras mercedes, que incluía al acompañante en el baile.
Las mujeres enarcaron las cejas, interesadas, pues su condición las ponía a salvo, convirtiéndolas en
privilegiadas espectadoras. Por su parte, el segundo individuo –otro lindo con perilla, amplia valona de
puntas y guantes de ámbar–, que había asistido al prólogo con una sonrisa despectiva, dejó de sonreír de
golpe. Una cosa era ser dos y trabarse de palabras bravuconeando ante unas damas, y otra muy distinta
toparse con un fulano con aire de soldado que, de buenas a primeras, sugería ahorrar trámites y despachar el
negocio de inmediato y por las bravas. Aquél no era un fanfarrón de la calle de la Montera, decía el gesto del
acompañante, que se precavió llegando incluso a retroceder con algún disimulo. En cuanto al lindo, en la
lividez del sobrescrito se veía que pensaba exactamente lo mismo, aunque su posición era más delicada.
Había hablado un poco de más, y el problema de las palabras es que, una vez echadas, no pueden volverse
solas a su dueño. De modo que a veces te las vuelven en la punta de un acero.
–No fue culpa del chico –dijo el acompañante.
Había hablado muy hidalgo, con voz firme y serena; pero la conciliación era evidente. Aquello era quedarse
al margen y ofrecer además una salida al amigo, dándole pie a que se ahorrase finiquitar el lance con el jubón
tan acuchillado como las mangas. Vi que el lindo abría los dedos de la mano derecha y los volvía a cerrar.
Dudaba. A las malas eran, pura aritmética, dos contra uno; y si hubiese descubierto el menor signo de
inquietud o de pasión en Diego Alatriste tal vez habría ido adelante, en la cuesta de la Vega o allí mismo.
Pero había algo en la frialdad del capitán, aquella indiferencia tan absoluta que traspasaba su inmovilidad y
sus silencios, que aconsejaba siempre andársele con mucho tiento. Supe lo que pasaba por la cabeza del
lindo: un hombre que desafía a pares a unos desconocidos bien herrados de aceros, o está muy seguro de sí y
de su espada, o está loco. Y ninguna de las dos eventualidades era ociosa. El caballero no parecía, sin
embargo, pusilánime. Confiaba en no batirse, más tampoco quería perder la faz; de modo que aún sostuvo
unos instantes la mirada del capitán. Después me echó un vistazo, cual si me viera por primera vez.
–Creo que el mozo no tuvo la culpa –dijo por fin.
Las mujeres sonrieron, no sin desilusión por verse privadas del festejo, y al amigo se le vio contener un
suspiro de alivio. Pero a mí ya me daba igual que el lindo se hubiera disculpado o no. Yo miraba, fascinado,
el perfil del capitán Alatriste bajo el ala de su chapeo, su espeso mostacho, su mentón mal rasurado aquella
mañana, sus cicatrices, sus ojos claros e inexpresivos vueltos a un vacío que sólo él podía contemplar.
Después miré su raído jubón recosido, la vieja capa, la sobria valona lavada y relavada por Caridad la
Lebrijana, el reflejo mate del sol en la cazoleta de la espada y en el puño de la daga que asomaba tras el
cinto. Y fui consciente de un doble y magnífico privilegio: aquel hombre había sido amigo de mi padre, y
ahora además era mi amigo, capaz de reñir por mí a causa de una simple palabra. O quizás en realidad
hacíalo por él mismo; y las guerras del Rey, y quienes alquilaban su acero, y los amigos que lo empeñaban
en empresas peligrosas, y los pisaverdes largos de lengua, y hasta yo mismo, no fuéramos sino pretextos para
batirse por el mero hecho de batirse –como hubiera dicho Don Francisco de Quevedo, que ya apresuraba el
paso para unirse a nosotros, olfateando querella, aunque tarde– pese a Dios y contra todo.

Extracto de la obra Limpieza de Sangre de Arturo Pérez Reverte.

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